Desafiando la Ficción: Reflexiones sobre el Periodismo Actual


Nunca debemos permitirnos caer; no debemos abandonarnos ni traicionar nuestra esencia. Somos quienes somos y, además de aceptarnos tal como somos, debemos intentar construir desde esa base. Ir en contra de nuestra esencia es deshonrar lo más sagrado que poseemos: nuestra identidad.

La vida no siempre es fácil; no siempre encontramos premios al final del camino. No todas las sonrisas son sinceras, y muchas son efímeras. Escribir puede ser una salida en momentos difíciles, pero el verdadero problema radica en quién nos lee; primero, y aún más importante, en quién realmente se preocupa por nosotros. Ilusionarse con encontrar una solución a esos problemas a través de otros es una quimera.

Hoy en día, el periodismo es una utopía. Es una ficción mal contada por un grupo de millonarios que buscan fortalecer sus imperios económicos desde su posición de poder. Mienten bajo el pretexto de contar la verdad, una verdad sesgada por intereses y particularidades que solo buscan alinearse con sus propios deseos. Los demás somos simplemente peones en su juego, y aunque al final del día, tanto los peones como el rey acaban en la misma caja, las diferencias entre ellos son notables, incuestionables y cada vez más radicales.

La fugacidad del mundo actual nos despoja de nuestra esencia humana. Pasamos de ser personas a ser simples números en una lista que, conforme esta lista crece y se vuelve más pesada, es recortada sin contemplaciones. No importan los contextos ni las circunstancias; nos convertimos en meros elementos de una nómina insensible, como un conjunto de piezas que se combinan para obtener un resultado. Todos somos completamente desechables.

¿Hacia dónde nos dirigimos? Es una excelente pregunta que carece de respuesta. No capta el interés de la gente; se mezcla con el ruido de fondo de nuestras vidas. Es algo así como el tráfico vehicular o la contaminación ambiental: sabemos que son dañinos, pero no los consideramos prioridades para encontrar soluciones. Cuando uno lucha por llegar a fin de mes para pagar las cuentas, el fuego de la necesidad inunda nuestras vidas y se convierte en el único motor que hace funcionar todo el sistema.

La frustración ha desaparecido del diccionario. Hacemos lo que debemos hacer y el resto es historia. Sublimamos nuestros deseos y nos alineamos como soldados rumbo a una guerra en la que no defendemos lo que creemos, sino lo que nos dicen que debería importarnos. Esto se ha normalizado completamente y se percibe como parte de los desafíos que debemos superar.

La incorporación de nuevas tecnologías solo nos proporciona más herramientas para aumentar nuestra eficiencia, hasta que esas mismas tecnologías nos reemplacen por completo. En el corazón del periodismo, la motivación que dio origen a esta profesión ha muerto definitivamente. Se ha extinguido la voluntad colectiva que movilizaba grandes causas ciudadanas y ha cesado el ejercicio del contrapoder. Nos hemos convertido en meros departamentos de relaciones públicas al servicio de los dueños o de las empresas del grupo, encargados de maquillar un escenario según los requerimientos del momento. La coherencia ya no es un valor; estamos donde estamos en cada momento y, si es necesario, cruzamos la vereda sin ningún reparo. Al contrario, nos llenamos de elogios, diciendo que madurar es crecer y que debemos avanzar a pesar de los errores, hasta que nos encontramos de nuevo en el lugar del que juramos no volver, arrastrados por la corriente «contra nuestra voluntad».

¿Por qué escribo lo que escribo? Por catarsis. Por dolor. Por la añoranza de lo vivido y por lo que esperábamos vivir. Por ingenuidad, esa que nos hace creer que, a pesar de las dificultades, las cosas volverán a ser como antes. Aunque el yugo implacable de la realidad nos recuerda que las cosas son como son, no como quisiéramos que fueran.

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